1. En la violencia social:
Ya se ha hecho referencia al racismo y la xenofobia como fenómenos sociales que en la actualidad impregnan de cierto aire violento los comportamientos de una buena parte de la sociedad.
Los jóvenes «skins» no son, desde luego, la mayoría, pero van creando en torno de sí tensión y miedos que ponen en guardia a otros muchos, y despiertan en múltiples casos las ideas de intolerancia de quienes, sin atreverse a manifestarlo o sin llegar a ser agresivos, están en el fondo de acuerdo con ellos.
A la inversa, en ocasiones el flujo de influencia parte de una sociedad racista y de los grupos radicales: está comprobado que los jóvenes que practican la violencia racista parecen llevar al extremo las manifestaciones de rechazo hacia los inmigrantes y los refugiados que ya habían sido expresados de una u otra forma por otros sectores de la sociedad (por ejemplo, en Suecia los ataques xenófobos aumentaron de forma dramática en mayo de 1990, poco después de que el gobierno sueco endureciera su política de inmigración, y después de que algunos líderes de organizaciones políticas expresaran en los medios de comunicación actitudes negativas sobre la acogida de inmigrantes y refugiados).
La intolerancia, el racismo y la xenofobia, por tanto, generan una violencia que contagia, más o menos, a toda la comunidad. Pero éste no es el único foco generador de violencia en la sociedad moderna; hay otros que, como el racismo, constituyen lacras propias de todos los países desarrollados.
2. En el maltrato infantil:
Gran parte de la violencia que existe en nuestra sociedad tiene su origen en la violencia familiar. El entorno familiar es especialmente importante porque es en él donde se adquieren los modelos que el niño aplicara en el futuro a sus propias relaciones sociales, y es donde se desarrollan las expectativas de lo que uno puede esperar de si mismos y de los demás.
En la mayoría de las familias los jóvenes perciben las influencias correctas, que les han permitido desarrollar una visión positiva de ellos mismos y del resto de las personas, lo que les facilita acercarse a los que les rodea con confianza, afrontar las dificultades de forma positiva, estar predispuestos a ayudar y a dejarse ayudar, condiciones todas ellas necesarias para el desarrollo de la tolerancia y el rechazo de la violencia. Sin embargo en determinadas ocasiones, cuando los niños están expuestos a la violencia, pueden aprender a ver el mundo como si sólo existieran dos papeles: agresor y agredido, apreciación que les lleva a legitimar la violencia al considerarla como autodefensa y única alternativa para convertirse en víctimas. Esta forma de percibir la realidad suele deteriorar la mayor parte de las relaciones que se establecen, reproduciéndose en ellas la violencia de la infancia.
Los estudios revelan que los adultos que emplean la violencia en sus familias proceden en gran porcentaje de familias también violentas. Las experiencias infantes de maltrato se consideran condición de riesgo que aumenta la probabilidad de problemas posteriores, incluyendo en este sentido las que se establecen con los propios hijos y con la pareja. Ahora bien, no «todas» las personas que fueron maltratadas en su infancia reproducen ese problema con sus hijos, de la misma forma que el maltrato en la vida adulta se produce también en personas que no fueron maltratadas en la infancia.
3. En la presión del grupo:
Ya se ha mencionado la influencia que puede llegar a tener el grupo con el que el individuo pretende identificarse en el comportamiento de éste. También el líder o la persona que está en posesión de autoridad puede llegar a dominar la voluntad del que, en principio, no es violento. La necesidad de sentir que se pertenece al grupo o el miedo a la exclusión pueden obstaculizar la autonomía necesaria para resistir a la presión grupal; además, están comprobados ciertos efectos psicológicos en relación con la pertenencia al grupo: contagio de actitudes y comportamientos, distorsiones cognitivas que se producen en la percepción de esa situación y que impiden que el sujeto aprecie que se halla sometido, inseguridad en sus propias creencias y convicciones...
Ya se ha hecho referencia al racismo y la xenofobia como fenómenos sociales que en la actualidad impregnan de cierto aire violento los comportamientos de una buena parte de la sociedad.
Los jóvenes «skins» no son, desde luego, la mayoría, pero van creando en torno de sí tensión y miedos que ponen en guardia a otros muchos, y despiertan en múltiples casos las ideas de intolerancia de quienes, sin atreverse a manifestarlo o sin llegar a ser agresivos, están en el fondo de acuerdo con ellos.
A la inversa, en ocasiones el flujo de influencia parte de una sociedad racista y de los grupos radicales: está comprobado que los jóvenes que practican la violencia racista parecen llevar al extremo las manifestaciones de rechazo hacia los inmigrantes y los refugiados que ya habían sido expresados de una u otra forma por otros sectores de la sociedad (por ejemplo, en Suecia los ataques xenófobos aumentaron de forma dramática en mayo de 1990, poco después de que el gobierno sueco endureciera su política de inmigración, y después de que algunos líderes de organizaciones políticas expresaran en los medios de comunicación actitudes negativas sobre la acogida de inmigrantes y refugiados).
La intolerancia, el racismo y la xenofobia, por tanto, generan una violencia que contagia, más o menos, a toda la comunidad. Pero éste no es el único foco generador de violencia en la sociedad moderna; hay otros que, como el racismo, constituyen lacras propias de todos los países desarrollados.
2. En el maltrato infantil:
Gran parte de la violencia que existe en nuestra sociedad tiene su origen en la violencia familiar. El entorno familiar es especialmente importante porque es en él donde se adquieren los modelos que el niño aplicara en el futuro a sus propias relaciones sociales, y es donde se desarrollan las expectativas de lo que uno puede esperar de si mismos y de los demás.
En la mayoría de las familias los jóvenes perciben las influencias correctas, que les han permitido desarrollar una visión positiva de ellos mismos y del resto de las personas, lo que les facilita acercarse a los que les rodea con confianza, afrontar las dificultades de forma positiva, estar predispuestos a ayudar y a dejarse ayudar, condiciones todas ellas necesarias para el desarrollo de la tolerancia y el rechazo de la violencia. Sin embargo en determinadas ocasiones, cuando los niños están expuestos a la violencia, pueden aprender a ver el mundo como si sólo existieran dos papeles: agresor y agredido, apreciación que les lleva a legitimar la violencia al considerarla como autodefensa y única alternativa para convertirse en víctimas. Esta forma de percibir la realidad suele deteriorar la mayor parte de las relaciones que se establecen, reproduciéndose en ellas la violencia de la infancia.
Los estudios revelan que los adultos que emplean la violencia en sus familias proceden en gran porcentaje de familias también violentas. Las experiencias infantes de maltrato se consideran condición de riesgo que aumenta la probabilidad de problemas posteriores, incluyendo en este sentido las que se establecen con los propios hijos y con la pareja. Ahora bien, no «todas» las personas que fueron maltratadas en su infancia reproducen ese problema con sus hijos, de la misma forma que el maltrato en la vida adulta se produce también en personas que no fueron maltratadas en la infancia.
3. En la presión del grupo:
Ya se ha mencionado la influencia que puede llegar a tener el grupo con el que el individuo pretende identificarse en el comportamiento de éste. También el líder o la persona que está en posesión de autoridad puede llegar a dominar la voluntad del que, en principio, no es violento. La necesidad de sentir que se pertenece al grupo o el miedo a la exclusión pueden obstaculizar la autonomía necesaria para resistir a la presión grupal; además, están comprobados ciertos efectos psicológicos en relación con la pertenencia al grupo: contagio de actitudes y comportamientos, distorsiones cognitivas que se producen en la percepción de esa situación y que impiden que el sujeto aprecie que se halla sometido, inseguridad en sus propias creencias y convicciones...
4. De la violencia familiar:
La violencia familiar es la consecuencia última del deterioro en las relaciones, primero entre los padres (insulto y maltrato físico y psicológico normalmente a la mujer) y después de los padres respecto de los hijos. En un hogar en el que la agresión se produce una vez, acaba repitiéndose con frecuencia hasta convertirse en algo cotidiano. No debemos olvidar que una forma violenta psíquica de alarmantes consecuencias es aquella a la que se ven sometidos los menores que presencian las agresiones a la madre o al resto de los hermanos.
Efectivamente, es habitual que en los hogares donde se utiliza la violencia con los hijos se utilice también entre los padres. Asimismo, se ha comprobado que el hecho de que la madre sea maltratada produce en los hijos los mismos problemas como si el maltrato se dirigiera a ellos directamente.
En la actualidad es admitido que la violencia aumenta cuando el nivel de estrés que experimentan los padres es superior a su capacidad para afrontarlo, y una importante fuente de estrés es la pobreza extrema y la incertidumbre que genera el ignorar cómo se satisfarán las necesidades más perentorias e inmediatas. Por otro lado, la familia violenta suele estar aislada de sus parientes y vecinos, no tiene amistades y no tiene relación con asociaciones.
Por lo anterior se deduce que la lucha contra la violencia pasa por la ayuda a las familias con problemas económicos y por la lucha contra la exclusión.
El apoyo social en cantidad y calidad suficientes disminuye el riesgo de violencia en la medida en que constituye una ayuda directa en unos casos y mediante el ofrecimiento de información en otros, para resolver problemas enfocados hacia la intimidad familiar y sin una vía de escape, que crean tensiones y disputas.
5. En el entorno escolar:
Ya se han mencionado que convivir con la violencia puede hacer de los compañeros y profesores que la consienten con pasividad, verdaderos aliados de los más agresivos y convertirse ellos mismos en seres cómodos e insolidarios. La violencia genera violencia y, por ello, buena parte de la «culpa» de la violencia escolar puede radicar en ese ambiente tenso que se respira en la propia escuela sin que nadie tome las medidas adecuadas.
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